martes, septiembre 09, 2008

Carolina Lopez Martinez




Natural de San Salvador, en la provincia de Jujuy, Carolina es la segunda hija de tres hermanos y heredera de una tradición de baile y expresión corporal. Se lo debe a la pasión de su mamá por la danza, interrumpida con el primer embarazo, y a una dificultad psicomotora para permanecer quieta. Necesita de ir y venir, bajar y subir; girar, bailar, zangolotear. Incluso cuando parece estar inmóvil, calma, en su rostro se siguen dibujando muecas.

Por momentos, el impulso que la acompaña se vuelca en la escritura, aunque dice que no sabe. Que entre tanta sociología y filosofía que le enseñaron en el colegio Blaise Pascal, se olvidaron de cultivarle el oficio de la escritura. ¡Qué truchos!

Pero como millones de mortales tiene la sana y oscura costumbre de registrar los sucesos de su vida en un diario. Pero desde ya anunciamos una larga y difícil negociación por entregar al público dichas páginas, pues sólo consiente una publicación póstuma.

Al no estar aún inscrita en ningún instituto, universidad, o corporación, Caro ha decidido convertirse en autodidacta. Aprende por su cuenta historia de la danza, escritura de los pasos, fonética y vocabulario. En esto último puede resultar en ocasiones obsesiva: aún sigue extrayendo ácidas gotas de la palabra “pérfido”.

- ¡Pérfido escritor!

Para Caro, Buenos Aires ha resultado ser un territorio vasto e ignoto (“¡Pará: dos nuevas palabras para mi vocabulario!”). Los dos lugares que más le agradan, de lo hasta ahora conocido, son la Plaza del Planetario y la Esquina Porteña. Ésta última por su arquitectura humana.

Asimismo, en este lugar le nació el amor por la culinaria y comenzó a cocinar algunos platillos aprendidos en casa: pizza, empanadas, tartas confeccionadas con el superávit de la alacena, y cuando Dios se acordaba de esta esquina, milanesas. Hasta que se pudrió de esperar el nombramiento de un asistente. O de un aprendiz a quién transmitir su saber.

Su residencia en Buenos Aires tiene que ver con un deseo tiempo atrás codiciado: escribir una versión propia de su vida sin que la familia espíe por encima de su hombro. Y porque en San Salvador de Jujuy, a 1.650 Km. de Buenos Aires, las pocas estrellas que brillan son las que se aprecian desde las elevadas montañas que dominan el valle. Lucen inalcanzables.

Alejandra Stempelatto


Es la “cubita” de tres hermanos y desde muy chica, o sea, desde siempre, ha combinado la escuela con el cultivo de la danza clásica y el Tap. Inició sus estudios en el Instituto Orange Jazz, a cargo de Teresita García de Costa (¿Por qué será que casi siempre las directoras de danza se llaman Teresa, y encima, todo mundo les dice Teresita?) y desde hace 2 años cursa estudios superiores cuyo título te deja sin aliento: Licenciatura en Composición Coreográfica con Mención en Comedia Musical.

Amén de su dedicación a la danza y a la expresión corporal, a Ale le gusta acudir con regularidad a espectáculos de comedia musical, leer libros de autoayuda y todo cuanto insinúe la superación de su 1,52 mts de estatura.

Para esta entrerriana, Buenos Aires ha resultado ser una suerte de caja de Pandora: cada día trae su sorpresa, su hecho insólito, una novedad. Destaca la gran actividad cultural y social de la capital, pero también el ruido, el trepidar, apenas perceptible, de una ciudad que descansa a duermevela. La última sorpresa que le ha deparado ha sido conocer al coreógrafo y director de cátedra Ricky Pashkus (“El preferido de los grandes”, escribe Marina Denoy en la revista La Nación). Y cómo olvidar otro momento “transpléndido”: recibir clases de Bebe Labougle, una diosa del Tap.

Pero el motivo principal de fijar su domicilio en Buenos Aires hay que buscarlo en la adolescencia. Cuando tenía 15 años acudió a un curso de danza clásica en el Teatro Colón. Fueron dos semanas definitivas en su vida: le agradó la ciudad, la manera en que los docentes profesaban su saber. Quiso quedarse a terminar la secundaria, pero su mamá se opuso. Desde entonces, su sueño fue aprender y perfeccionar su arte aquí. Que su vida transcurriera por las calles, teatros y estudios de Buenos Aires. Para Ale, ese sueño se ha cumplido. Pero, digna de su especie, va por más.

sábado, septiembre 06, 2008

Santiago Franco


Desde lo alto de la torre de un tobogán, es probable que un adulto (si logra acomodarse) no perciba nada interesante, pero para un niño de seis años puede tratarse del mástil de una embarcación que le permite avistar la tierra prometida. Este era el caso de Santiago, para quien el Edén se figuraba en una niña de primer año a la que él miraba embelesado desde las alturas, hasta que sonaba la campana para volver a clases y él se precipitaba por el tubo de emergencia para seguirla. Esto pasaba en la Escuela Normal de Luján, la misma en la que su abuelo se había recibido como profesor de castellano. Un día bajó del mástil y se sentó junto a Nina, el fruto prohibido. Ella le niega el préstamo de un borrador y él se desenamora.

Hasta entonces, las escuelas normales gozaban de prestigio en Argentina y su carácter público las hacía asequibles. Pero cuando Santiago llegó a la problemática adolescencia, el nivel había bajado bastante, y su madre ya advertía en él una tendencia a la “mala junta”, motivo por el decide matricularlo en el colegio de los Hermanos Maristas, cuya educación en la fe auguraba un altísimo nivel académico. Allí recibiría otro flechazo: una petisa con culito de hormiga a la que él deseó en la soledad de su cuarto. El joven Werther de Luján volvió a guardar silencio. Como era de esperarse en un chico de su edad, cobraba valor sólo en pandilla. Poco antes de culminar la secundaria, tomó la decisión y presentó "sus credenciales a su risa/ y ella le clavó una lanza en el costado". Años más tarde supo por boca de su mejor amigo, quien para entonces era novio de la petisa culona, que ella hubiera querido darle a Santi el sí, pero en ese momento no tenía corazón para nadie; se lo había arrebatado el primer amor.

A Santiago, más conocido como Paco en esta esquina del mundo, no sólo lo han marcado las mujeres, también los libros. En sus años de silente y feroz adolescencia, detestaba la lectura. Se había filtrado entre sus contemporáneos la idea de que leer a la luz de una lámpara agudizaba el acné, y si se hacía a plena luz del día, corrías el peligro de que te llamaran nerd. El prejuicio se quebró el día en que llegó a sus manos Utopía de Tomás Moro. Santiago se llenó de esperanza, al punto de convencerse de que debía escribir un libro para salvar el mundo.

Comenzó a leer a Platón, a Marx, a Rousseau, a Hobbes. Al finalizar su discreto bachillerato decide inscribirse en la carrera de Historia en la Universidad de Luján, donde lo aguardaba una gran sorpresa: Nina, a quien avistaba desde lo más alto de su embarcación sin velas, la misma que le negó un borrador y el primer beso, también se había matriculado para Historia y sería de nuevo su compañera de curso. Ella le confesó haber conservado un cuaderno de la infancia en el que ningún compañerito de la escuela salía bien librado, excepto él: “Santi es un buen amigo”, escribió en ese entonces. De nuevo era tarde, volvía a llegar a destiempo a una cita con el amor.

Aunque le iba bien en historia, pronto se hastía de “la carcoma de la vida cotidiana”, por lo que se interna aún más en la lectura, hasta toparse con Más allá del bien y del mal. Nietzsche consigue trastornar su ingenuidad, arrancarle la esperanza. Santiago comprende que sabe muy poco y que si se queda en Luján, con los años sabrá menos. Decide trasladarse a Buenos Aires y estudiar filosofía. Pero la madre teme que su hijo se convierta en una versión lujanense y cínica de Diógenes. Lo convence de que estudie algo que le dé para vivir. Una combinación aparentemente perfecta era la política, pero el prefería un ambiente creativo, estético, y en el que, al mismo tiempo, tuviera acceso a las mayores obscenidades del mundo capitalista. Opta por la carrera de publicidad.

Su primera lección se la da la propia ciudad. Buenos Aires no es lo que aparenta ser, no es tan grande, tan magnífica como aparece en sus imágenes. No hay refugio para un espíritu compungido. No se puede dormir a pierna suelta, como a él le gusta. Pero a falta de refugios de arena, ha encontrado confidentes, posibilidades de crecer, como dicen que crecen las personas cuerdas.


Y si bien él se inclina por el ejercicio de la locura, sabe que esta llega sin avisar, sin necesidad de apresurarla. Ha preferido, entre tanto, cultivar el sueño que le regaló Tomás Moro: la búsqueda de un mundo propio.

Cecilia Aguirre


Como las aves o los pueblos nómadas, Cecilia está acostumbrada a migrar. Cursó la primaria en Monteagudo, después hizo la secundaria en San Ignacio y recaló en Posadas para cursar su Licenciatura en Genética. Tras cinco años de práctica y uno encerrada en su estudio, culminó su tesis intitulada: “Interacciones de la fosfatasa de tirosina PTP-1B en la señalización celular”. Qué estudio más pertinente, mascullan los profanos, bajando la mirada, mientras que los doctos reconocen el esfuerzo de esta joven científica y le otorgan una beca para cursar en Buenos Aires el Doctorado en Genética. Ese es el motivo de su presencia en esta esquina de la metrópoli.

Además del cultivo de la ciencia, a Cecilia le gusta tocar el órgano (en su primera acepción, se entiende), pintar paisajes con flamencos, ir al boliche, leer novelas y “telenoveliar”. En cuestión de lecturas, también es una migrante. Luego de leer El cuaderno de Noah de Nicholas Sparks y un clásico best-seller, Papillón de Henry Charrière, ahora deambula por las páginas de El Alquimista, de Coelho. Tres posibles indicios de que el dogmatismo científico aún no la ha contaminado.

Natural de Misiones, lo que más le gusta a Cecilia de la capital es que siempre hay algo para hacer: cine, teatro, comidas, boliches y más boliches, así como diversos espectáculos. Y últimamente ha descubierto que los billares también guardan cierto encanto. Pero al mismo tiempo, la cercanía de la muchedumbre hace que en ella crezca el bicho de la soledad, de la nostalgia por los ratos en familia y las caminatas por la costanera de Posadas, acariciada por el Paraná.

Su paso por Buenos Aires está vinculado a una revelación. Desde muy niña vivió convencida de que sería médico, hasta que un día en la secundaria, durante el descanso, comenzó a desvariar. Una compañera lo atribuyó al kumis escolar, otra, a una sobredosis de mate. Pensar en drogas o alcohol resultaba un juicio temerario.

Cuando la llevaron a la enfermería, Cecilia narró su historia: había visto cadenas flotantes que iban agrupándose hasta transformarse en una hélice. Al carecer de una opinión profesional, la Coordinadora aventuró un pronóstico: "Esta chica está obsesionada con la aviación". El Rector se reservó sus comentarios, pero dictó instrucciones: "Es mejor mantenerla vigilada, por si acaso”.

Tiempo después, cuando la Coordinadora renunció a corroborar su tesis, Cecilia le contó lo sucedido a su profesor de biología, quien le aclaró que lo que ella había visto era una cadena de ADN, la clave principal del desarrollo y funcionamiento de todos los organismos vivos. Entonces decide abandonar la idea de prolongar la vida por la de comprender su arquitectura y sus secretos.

Actualmente es la lectura que Cecilia realiza en Buenos Aires, y parece estar dispuesta a dedicarle mucho tiempo. Digamos, una vida.

viernes, septiembre 05, 2008

Bárbara Starke


Con tan sólo 19 años, Bárbara es un evangelio apócrifo del Brit Rock. Todo comenzó cuando su hermana mayor, Úrsula, llevó a casa un disco de Placebo titulado Black Markett Music. Tenía entonces 15 años. Pero no sólo había empezado a cambiar su apreciación musical, sino sobre la vida misma. Hasta ese momento, la adolescencia era una mierda sin sentido, una pecera estrecha, y Bárbara agonizaba fuera del agua.

Estudiaba en el Instituto San Pablo Misionero, colegio confesional y de tradición en Santiago, y uno de los signos de bienestar que le brindaban sus padres. Pero Barbie estaba emperrada en arder en las calderas del infierno. Sus notas eran terribles y cada vez eran más frecuentes sus incursiones, de la mano de una vecina, por zonas disolutas de San Bernardo, donde empleaba las tardes en departir cervezas y piezas de rock con chicos del barrio. O en habitar la soledad con sus dibujos de rostros, hojas de parque, canutos, escenas de cafetín, trigales sin cuervos.

Encerrada en su mundo de formas y texturas, Barbie urgía de una puerta de salida. De repente se abrieron dos: una, por arte de Mefisto y de la mano de Andy, su gran amigo, y la otra, (la de la izquierda), anunciada por los sonidos de Black Markett Music y luego abierta de par en par por una leyenda viviente: David Bowie.

Tales experiencias le llevaron a comprender que los seres humanos suelen emplear la vida en construir mundos simultáneos para sobrevivir a la crudeza del mundo mismo. Opta entonces por ahondar su conocimiento sobre los sonidos del Reino unido (Bowie, Pink Floyd, Sex Pistols, The Clash, Pulp, Blur, Oasis y un extenso etcétera) y por establecer si el arte del dibujo se enseña, mientras arrastra lo mejor que puede la cruz de la secundaria.

Además de dibujar, Bárbara pasa horas escribiendo, pero siente que su literatura es un asco. Como Capote cuenta con un rígido látigo para autoflagelarse, pero su don parece estar más en la complicidad que en la autoría. Con su hermana fundan El Ático, una excusa para llevar el arte, o al menos su inusual aroma, a todos los rincones de Santiago. Úrsula escribe el manifiesto de fundación del colectivo artístico, y Barbie se encarga de los detalles de la publicación de su principal y único medio de difusión, La gaceta de los Muertos.

Durante seis meses, las hermanitas Starke son felices en El Ático, sacando a la luz cosas viejas, objetos muertos que cobraban vida al ser compartidos con otros. Hasta que alguien clausuró la puerta de acceso y refundió la llave.

Pero los días en El Ático la convencen de su verdadera vocación: el diseño gráfico. Al mismo tiempo descubre que en Chile no se lo toman muy en serio, y los que así lo hacen, cobran muy caro por su enseñanza. Decide entonces, como Marco, viajar a Argentina y matricularse en la UBA.

Al llegar, teme encontrarse con otra pecera estrecha, pero Buenos Aires le calza a su ánimo, justamente por su carácter de metrópoli: grandes edificios, ruido a montón, mucha, muchísima gente. Le agrada la diversidad que ofrece, producto de los flujos de migración permanentes, y que se acceda al arte con la misma facilidad y retrasos que al subte.

Así mismo, Buenos Aires es la primera escala de su principal propósito en la vida, que no es otro que convertirse en una diseñadora gráfica con huella. Conseguir que sus dibujos muevan algo, al menos un diván, en esta pudrición de mundo en el que vive. Después espera cruzar el charco para continuar el cultivo de su arte. Y una vez en Europa, lo primero que se ha prometido hacer es llamar a David Bowie desde una cabina telefónica de Manchester.