viernes, julio 23, 2010

Postal de Santiago

El bus ingresó a un garaje no muy grande, ideal para buses medianos o camionetas, no para buses de dos pisos y de tan diversos destinos, como ocurre en Santiago. Al cabo de media hora, cuando salí a tomar el metro, me di cuenta de que hay dos terminales, separados por la calle Alameda Bernardo O’Higgins.
A uno llegan los buses del exterior, al otro, los que vienen de las regiones designadas con números romanos y que sólo los chilenos pueden entender. Por ejemplo, la V Región corresponde a Valparaíso, Isla de Pascua y cinco provincias más. La VI Región, al Libertador General Bernardo O’Higgins, compuesta por tres provincias y con capital en Rancagua. Y en mitad de las dos, como una suerte de estación para tomar el tren a la Escuela Hogwarts, digamos la 5 y ¾, la Región de Santiago, compuesta de seis provincias y cuya capital es la misma del país.

El caso es que tomé mis maletas y me dirigí a las ventanillas de las empresas de transporte para comprar un pasaje sin escalas hasta Lima. Sale costoso ir de una capital a la otra, mucho más que si se suman los viajes entre escalas. Opté por comprar un tiquete con destino a Arica, en la frontera con Perú, y de allí hasta Lima. El bus saldría al día siguiente, a la media noche. Eso me daba poco más de un día para percibir algo del ambiente santiaguino.

Busqué un teléfono y llamé a Bárbara (más conocida en Buenos Aires como Barbie) mi amiga chilena a quien conocí en la residencia estudiantil de Once, donde viví durante mis primeros meses en Argentina y quien amablemente ofreció hospedarme en Santiago. Tal como ella lo pronosticó, la moneda de $500 chilenos que me había dado una semana atrás alcanzó para recibir sus indicaciones de cómo llegar hasta su casa.

Debía tomar el metro y luego el tren de cercanías. Al descender a los andenes, en la estación Universidad de Santiago, tuve la sensación de estar en una ciudad del primer mundo, o al menos imaginé que así llegaría a sentirme, un poco extrañando la mácula, el rayón, la grieta que habla de un mundo incompleto. El metro me llevó hasta la siguiente parada, Estación Central, donde tomé el tren a San Bernardo.

Orgullosa, la historiografía oficial menciona que de Estación Central arrancó el primer tren de Sudamérica. En 1896, tras once años de funcionamiento, sus andenes fueron cubiertos con una gran bóveda solar. El trabajo le fue encargado a Schneider Co. Creusot., compañía donde trabajaba el arquitecto e ingeniero Gustave Eiffel, autor de la imponente Torre parisina y diseñador del interior de la Estatua de la Libertad. Hay opiniones divididas sobre que Eiffel diseñara la estructura metálica de la Estación Central. Sea de él o no, se trata de una ingeniosa obra de 158 m de longitud, 20 m de altura y 48 m de cubierta de luz.



De manera que Santiago nada tiene que envidiarle a una ciudad europea en cuestión de medios de transporte, pese a los problemas que ha tenido el sistema Transantiago y que dos gobiernos no han podido resolver. Da la sensación de que parte del llamado primer mundo lo han traído aquí casi intacto, como el hermetismo y la parquedad de sus gentes. De a ratos los chilenos hablan duro entre ellos, se dicen cosas habituales, comunes, pero con otras palabras, y cuesta entenderles. Cuesta creer que comparten el subcontinente.

Tomé el tren a NOS, ubicada a pocos kilómetros de San Bernardo, a las afueras de Santiago. De nuevo se impuso el orden y la limpieza: asientos y ventanas en perfecto estado, vagones limpios, sin rayones ni graffitis.

Una vez en NOS, busqué la calle en que vive Barbie. Es una vía empedrada, de corte rural. A lado y lado, casas grandes, amparadas por árboles, decoradas con jardines y plantas silvestres. No bien te paras en la esquina y ya te han olido los perros, cuyo ladrido proviene del otro lado de las puertas; un ladrido que se va multiplicando a medida que te adentras en la calle y que se hace ensordecedor al final de la misma, donde queda la casa de Bárbara.
Detrás de su jauría salió mi anfitriona, luego la madre, Delia, para darme la bienvenida. Al cruzar la puerta principal de la casa leí en una de las paredes: “A esta casa sólo entran los de sueños invencibles y de sonrisas eternas”, y abajo una firma inextricable, garabateada el 19 de agosto de 2004.

Barbie y su familia viven en una casa chalet de una planta, con una amplia zona de sala-comedor, chimenea, tres habitaciones y una cocina tan grande como la sala de un apartamento en Buenos Aires. Una puerta cancel, como la que describe Cortázar en “Casa Tomada”, separa el área social de las habitaciones. En la parte posterior hay un patio poblado de árboles, geranios, jazmines, helechos, ligustrinas, flor de pluma, romero y retamo, y al fondo, una pequeña casa de dos cuartos, donde vivía David, uno de los hermanos de Bárbara quien también viajó a Argentina para continuar su carrera teatral.

Ella me cuenta que ahí funcionó un pequeño bar donde David se reunía con amigos y conocidos. Visto desde un extremo del patio se parece a uno de esos ranchos adonde llegaban negros, indios y blancos renegados, bebían bourbon, escuchaban blues, se jugaba a las cartas y se moría a bala o cuchillo. Pero el rumor del Mississippi estaba a cientos de miles de kilómetros de allí y sólo el sol se imponía en Santiago de manera violenta. Aprovechamos su lenta caída en aguas del Pacífico para salir a un mall o centro comercial cercano a comprar algunos víveres.
Una costumbre que yo creía exclusiva de Colombia, es compartida por los chilenos: me refiero a las onces. Pero en vez de chocolate, pan y queso, Delia preparó té y sándwiches. Después departimos algunas cervezas para despedir la noche. Estaba cansado y temeroso de no encontrar en domingo una casa de cambio abierta, por lo que renuncié a conocer la noche santiaguina de licor y electrónica de la mano de Bárbara.

A la mañana siguiente regresaba la canícula y con ella una transformación del patio. Pudieron haber filmado aquí los últimos instantes de Michael Corleone con el gozque olfateando cerca de su cuerpo exangüe. La única diferencia, que habría restado dramatismo al remate del film, es que tras el perrito, llega otro, y otro, y Miel y Limón: la inofensiva y bulliciosa jauría de Barbie que parece haberse adueñado del patio, del viejo bar y del blues.

Después de desayunar, Bárbara me llevó a conocer el centro de la ciudad. Caminamos por los alrededores de La Moneda, agobiados por el sol de mediodía. La sede de gobierno, sobre la que abrieron fuego los tanques del ejército chileno y luego fuera bombardeada por aviones británicos en la negra y larga noche del 11 de septiembre de 1973, lucía imponente, silenciosa, apenas despertada de su letargo dominical por el personal de limpieza que trabajaba en la parte posterior del palacio. Nos detuvimos en la Plaza de la Constitución, frente al juego de banderas flameantes. Un niño que daba sus primeros pasos trataba de acercarse torpemente a una de las astas, seguido muy de cerca por su madre, quien terminó por alzarlo y llevarlo en brazos para evitar una caída.


A pesar de que habría pasado por aquí muchas veces, Bárbara admiró el juego de banderas como si las hubiesen izado por primera vez. No se malentienda, no es una patriota fervorosa. Quizás era la magnitud, el contraste de los pabellones con el cielo límpido o algún recuerdo lo que le arrancó una sonrisa.

Caminamos unos metros hasta el Centro Cultural Palacio de la Moneda, construido durante el gobierno de Ricardo Lagos. Se trata de un complejo moderno, con dos salas de exhibición, un centro de documentación de las artes, sala de cine, restaurantes y una tienda de suvenires. Había una exposición de Frida Kahlo y Diego Rivera. Decidimos entrar. Primero admiramos las obras de Diego, en formato pequeño para tratarse de un muralista. Al ver un retrato de Emiliano Zapata, Barbie recordó que Miguel, otro de los inmigrantes y amigos que tuvimos oportunidad de conocer en Buenos Aires, había confundido a Nietzsche con el caudillo mexicano. Luego pasamos a la exposición de Frida, ante cuyo dolor y crudeza permanecimos en silencio. En realidad, fue un paseo silencioso. Acaso una mención, un nombre, alguna explicación breve de mi guía.
Recorrimos otras calles del centro, donde funciona un mercado de las pulgas, no tan concurrido como San Telmo. Visitamos el cerro Santa Lucía, pasamos por la Biblioteca Nacional, cuya fachada ha sido profanada con graffitis. ¿Acaso se trata de la mugre que no cupo bajo la alfombra? ¿Cómo una ciudad mantiene tanta pulcritud en sus trenes y permite que ensucien y rayen la fachada de su principal biblioteca? Bárbara no se lo explica, muchos no se lo explican. A otros no les importa.

Volvimos a NOS al finalizar la tarde. Escribí a algunos amigos en Colombia y Argentina. Preparé mi equipaje, tomamos más té con galletas y sándwiches. Conversamos un poco con Delia, Bárbara, Javier, su otro hermano y su cuñado. Úrsula, la poeta, la hermana mayor de Bárbara, estaba de turno en una pizzería. Labores para ganar algo de dinero extra y así poder pagar una educación y sufragar algunos vicios. ¿Les suena conocido?

Había llegado el momento de despedirme. Me aguardaba un largo viaje de 30 horas en bus. Barbie me acompañó a la estación de NOS para tomar el último tren a la capital.
Atravesé las calles de regreso al terminal y abordé el bus a medianoche, no sin antes hacerle una última llamada a Bárbara. Quería avisarle que había llegado bien, que no me había confundido de parada de buses; agradecerle su hospitalidad y por mostrarme un ápice de su amado y padecido Santiago.

jueves, julio 22, 2010

Un recibimiento de hermanos

De manera que ya estaba en territorio chileno, haciendo fila para que me sellaran mi ingreso al país austral frente a lo que parecía más los restos de una vieja refinería que oficinas de migración.
Acaso siguiendo el ejemplo de caballerosidad y respeto entre San Martín y O’Higgins, argentinos y chilenos han decidido compartir el mismo edificio. Al ingresar, ves al lado izquierdo las ventanillas de atención argentinas, seis en total, tras las cuales hay una roñosa bandera albiceleste y un mapa didáctico de Argentina. Al lado derecho, las 16 ventanillas de atención chilenas, decoradas con banderines de la estrella solitaria y calcomanías de la Policía de Investigaciones.





Resignados y expectantes, aguardando por una copia en tinta roja del sello de turista, los pasajeros veíamos a una versión gorda y desaliñada de “El Bam Bam” Zamorano insultar de dientes para adentro a los agentes de inmigración chilena. Caminaba en círculos, aprisionando con el brazo el cartapacio de papeles, mirando con enojo a los miembros de la Policía de Investigaciones y mascullando: “Este uevón, este uevón…”
Al rato se le acercó un agente y lo hicieron seguir a una de las ventanillas. Los agentes abrieron el cartapacio, ojearon los papeles y le sellaron el pasaporte. El roñoso Bam Bam había conseguido que le firmaran la salida del país, lo que le cambió el semblante. Pero fue prudente y no celebró el gol, como si se lo hubiera marcado al Colo Colo.
Entre tanto, por entre las filas, como profesores encargados de la disciplina, iban pasando funcionarios de la DNG, oficina del Ministerio de Agricultura, encargada de supervisar el ingreso de semillas, productos agrícolas y de origen animal. Son la mata de la desconfianza. Revisan todas las maletas, incluyendo las de mano, y les exigen a algunos de los pasajeros que destapen sus paquetes.

A un hombre de unos 60 años le rompieron las cajas de alfajores que llevaba a sus familiares. Pese a sus sospechas, los agentes no encontraron ningún alcaloide. Si de algo podían acusar al viejo era de inducir a su familia a la diabetes. Tampoco ofrecieron disculpas, pues de todos se sospecha. Uno nunca sabe dónde se esconde, de qué se disfraza el demonio del narcotráfico.
A un negro que declaró comerciar con sus pinturas, le obligaron a desenrollar las obras que llevaba. No se trataba de apreciación plástica o ñoña curiosidad. Los dos agentes buscaban un ilícito entre cielos sempiternos y míticas fieras. Pero no había nada. Apartaron al negro del grupo y éste explicó que eran sus pinturas e iba de ciudad en ciudad ofreciéndolas. No había motivo para detenerlo, a menos que comerciar arte propio, sin agente ni galería de intermediaria, fuera ilegal.

Una señora que llevaba un producto seco, probablemente un tipo de ají o pimienta, fue multada con US $200 por no declarar el producto e intentar pasarlo. Esto hizo que los agentes fuesen aún más insistentes en que las declaraciones de ingresos de productos o electrodomésticos fueran llenadas cuidadosamente, sin enmendaduras o tachones, y que, por segunda vez, subieran al bus y revisaran toda la silletería.

Una vez los de la DNG terminaron su tarea, nos permitieron volver al bus y continuar el viaje. El primer pueblo en avistar fue Los Andes, fundado en 1791 por el entonces gobernador del Reino de Chile, el irlandés Ambrosio O'Higgins, cuyo único e ilegítimo hijo, a quien mantuvo económicamente pero nunca conoció, sería el principal artífice de la independencia chilena: el general Bernardo O'Higgins.

El chileno sentado a mi lado, a quien seguramente esta historia ya no sorprendía, dormitaba contra el cristal de la ventana, situación que aproveché para cerrar los ojos. Más adelante oí que alguien mencionaba algo sobre Chacabuco. En efecto, pasábamos por el Monumento erigido en conmemoración de aquella batalla, librada en la hacienda Chacabuco, hace 193 años, entre las tropas del ejército de Los Andes y el ejército Realista. Luego avisté tres picos no muy elevados, y en sus faldas, algunas casas y vacas. Por unos minutos todo respondía al mismo nombre: el monumento, el peaje, el puente sobre el río. Hasta que volvieron a desaparecer las creaciones humanas, y otra vez fue todo naturaleza, o lo que hemos hecho de ella.
Quizá transcurrió una hora o un poco más, cuando el bus ingresó a la Región Metropolitana y volvió a hacerse patente la presencia y explotación humanas. El bus se detuvo en el peaje de Chicúreo, población ubicada a 16 kmts de Santiago, donde los niños podrían jugar a las escondidas entre extensos y frondosos viñedos.

Tras 23 horas de viaje y luego de tomar la Autopista Central, flanqueada por ladrilleras, cementeras, industrias petroquímicas y farmacéuticas, habíamos llegado a la ciudad fundada por Pedro de Valdivia en 1541, en honor al santo patrono de España; la ciudad que resistió el ataque de Michimalonco y sus hombres que trataban de recuperar la tierra que un día fue de ellos, la misma que creció desordenadamente y prosperó hasta convertirse en un ejemplo económico para la región, pese a terremotos, epidemias y desbordamientos del río Mapocho. Pese al terror, a la tortura, la desaparición y el exilio cometidos por una dictadura que duró 17 años.
Había llegado a Santiago de Chile.

lunes, julio 19, 2010

See ya, Bs.As.

El 12 de diciembre partí de Buenos Aires con destino a Tabogo, en Colombia. Me proponía, como cientos de miles de inmigrantes de la América No Caucásica, visitar mi hogar para las fiestas de fin de año. Por primera vez viajé en bus de dos pisos, cerrado herméticamente para aislar a los pasajeros de los cambios climáticos y de los vendedores de carretera.

Me tocó compartir silla con un chileno de unos 50 años que iba para Santiago y cuyo espíritu correspondía a un niño de cinco: ladeaba el cuerpo para ver por la ventana, luego para el otro lado, alzando la mirada, pendiente del azafato. Cuando empezaba a conciliar el sueño, me dio un golpe leve en el brazo y dijo: “Dame permiso un cachito”. Luego de vuelta con un vaso de agua, para importunar más adelante con otra ida al baño. Odié haber elegido pasillo en vez de ventana.
A la noche, llegamos sin novedad a San Luis, en la provincia del mismo nombre, cuna de Juan Gilberto Funes (uno de los responsables del primer título de Copa Libertadores de las Gallinas y aún llorado por algunos hinchas de la otra gallina, la de azul) y de Antonio Esteban Agüero, una de las voces más destacadas de la poesía argentina del siglo XX:

“[…] Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?
Que rodean la urbe por sus cuatro costados,
sus jinetes son muertos de Facundo,
son muertos de Ramírez,
montoneros del Chacho
sableadores de Pringles,
domadores,
remeseros,
rastreadores,
guitarreros,
espectrales jinetes que cabalgan
mi millón de caballos”.

Camino a Mendoza, una de las ruedas traseras estalló. Los conductores no se habían percatado del daño, hasta que una mujer, aterrorizada, gritó lo evidente: “¡Huele a quemado!” Conductores y algunos pasajeros empezaron a buscar bloques de ladrillo, piedras y tacos de madera para levantar el gato hidráulico, retirar el neumático y cambiarlo. Incluso recibimos la ayuda de otros buses que se detuvieron para saber qué pasaba. La operación tardó cerca de una hora. Ante el retraso, y queriendo evitar comentarios malintencionados, el azafato se apresuró a decir: “Estaremos llegando a Santiago entre 1 y 2 p.m.”
- Entre 1 y 4 p.m.- deslizó uno de los pasajeros, lo que provocó la risa general.

El camino a Mendoza no se parece en nada al sendero de los penitentes, pero su recta interminable, monótona, lo hace insufrible. Sin embargo, los senderos de altos árboles, a cada lado del camino, me recordaron estampas de la sabana de mi Tabogo, hoy destruida para levantar zonas comerciales libres de impuestos y así atraer al inversor extranjero con sus capitales golondrina.

Más adelante, el paisaje de Mendoza cambia: se aprecia a lo lejos el perfil de la cordillera, con vetas de nieve sobre los picos de las montañas, como si fuesen glaseadas. A lado y lado, tierras áridas, pocas señas de civilización. Cada dos o tres kilómetros se advierte una casa o un aviso de cursos de rafting, seguido de una señal de precaución.

Eran las 9:00 a.m. cuando dejamos Mendoza y comenzó la cuenta regresiva hacia la frontera. Atrás quedan las rectas, la carretera conoce las curvas, el tramo se vuelve dinámico. Pero cuando pasas por los desfiladeros y alcanzas a ver al fondo del precipicio un viejo puente de hierro por donde pasaba algún tren, y al lado una cinta de agua que corresponde al río Mendoza, maldices haber maldecido la uniformidad del terreno plano.

Rogando a Dios o al diablo, el bus llega a Punta de Vacas, un pequeño poblado con antena microondas y sede de la Gendarmería Nacional. A un lado de la vía hay un parqueadero para camiones y doble troques y más adelante, dos restaurantes y un hotel. Los vehículos allí parqueados sugerían la presencia de turistas, pero por la sensación de abandono que lo envolvía, perfectamente podía tratarse del hotel de “El Resplandor”.

En seguida advertí un destacamento del ejército argentino y junto a la entrada un soldado que nos vio pasar, indiferente. Otra curva y ahora, a contramano, la primera seña de una nación, que para estos viajeros era la última: “Bienvenidos a la República Argentina”.

Tres o cuatro kilómetros más adelante, tras atravesar un túnel, el bus pasa por el Cerro Cristo Redentor. Cerca a él se dibujan algunas casas, una tienda (¿o se tratará de un kiosco?) y un par de carros. Ignoro si esto ya es Chile o aún es Argentina. La respuesta está unos metros adelante: “Peaje $8”. Todavía era tierra de gauchos, o mejor, de huarpes, pueblo indígena que dominó en lo que hoy es Mendoza, San Luis y San Juan, e incluso se habla de que también se asentaron en el norte de Neuquén.

Tras pasar el peaje, se observa un aviso que anuncia la primera población chilena, Guardia Vieja, a 47 Kilómetros de distancia. Después ingresamos a otro túnel que me pareció interminable. Al salir, me pregunté si aún estábamos bajo cielo argentino. Miro a través del panorámico del bus y el aviso gigante de “Bienvenidos a Chile” me indica que estábamos al otro lado de la cordillera.

Cerré los ojos, tratando de percibir el aparente cambio de país y bandera, el improbable vestigio de un viento proveniente del Pacífico. Entonces el azafato anunció que en unos minutos llegaríamos al Complejo Fronterizo Los Libertadores, donde serían sellados nuestros pasaportes y revisado nuestro equipaje. Meticulosamente, como se verá.