Nace en Bogotá, en 1984, año en que por primera vez un ciclista colombiano, Lucho Herrera, conquista Alpe d’Huez en el Tour de Francia y los carteles de la droga asesinan al ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla.
La infancia de Carol transcurre en casa de la abuela, en Fontibón, municipio anexado a la capital desde la década de 1970. Se trata de una casa grande, de otro tiempo, con árboles frutales, alberca y huerto. Territorio propicio para correr, saltar, exterminar bichos, robar fresas y duraznos, levantar una casa de muñecas y bañarse con los primos a totumadas en el patio.
Cursa primaria y bachillerato en el colegio de monjas Teresita del Lisieux, donde padece su fama de ñoña. Hasta que los bríos de la adolescencia la extraen de su marasmo y la invitan a buscar la vida fuera de los libros y de los manuales. Inclinada por los hombres que la superan en edad y en experiencia, sostiene un noviazgo con el hermano de una amiga del colegio y administrador de un bar. Carol ignora que su primer amor era también el primero de otra chica de grado once. Recibe notas anónimas e intimidantes, recados de una inesperada golpiza, pero enseguida advierte que abundan las siervas de Dios que rezan para empatar, que amenazan cuando se saben amenazadas.
Tras su bautizo de fuego, el vuelo de Carol cobra alas. Con sus amigas de grado once contratan un servicio de transporte para escapar en las noches a los bares de La Candelaria o de la Zona T.
La abuela y la tía han conciliado el sueño, la madre está de viaje y el padre trabaja en Venezuela. ¡Cuánta libertad! Carol apiña almohadas para que duerman en su lugar. Atraviesa la casa amparada en el ladrido distante de los perros callejeros. Gira la llave y con la precisión de un ladrón de joyas ajusta la puerta. Avanza unas calles y se sienta en la esquina acordada, a esperar el carruaje que Cenicienta no se pudo costear.
Hasta que una noche, su tía recibe una llamada de su hermana anunciando que regresará de Medellín antes de lo previsto. La tía se alista para salir al aeropuerto, y al abrir la puerta se topa con su sobrina.
Un año más tarde, Carol ingresa a la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Estudia Comunicación Social, se enamora de un joven de su edad y ya no sale de casa a hurtadillas. Pero el mundo conspira a veces en contra de las vidas y las novelas ejemplares. Promediando la carrera, advierte que no está lista para casarse, para salir de una casa y encerrarse en otra. Termina su relación, centra su interés en culminar la carrera y hace sus primeros trabajos como freelance para la revista Credencial. Luego pasa a trabajar con las agencias Euro, IMS y Guiomar Jaramillo Comunicaciones, donde alimenta la idea de viajar al exterior a continuar sus estudios.
Elige como destino Buenos Aires, donde en la actualidad cursa un postgrado en MBA en Entretenimiento y Medios. Para ella ha resultado ser una ciudad con el encanto de lo imperfecto, pues al tiempo que ofrece al viajero una amplia agenda de cultura y esparcimiento, no oculta ni expulsa a quienes protestan y marchan contra el abandono y el olvido. Esas dos ciudades, de un modo u otro conviven, se diría que casi se complementan.
A pesar de extrañar su familia, lugares de Bogotá, comidas típicas, la abundancia de las monedas, ascensores con puertas automáticas y el esmero en la atención al cliente, Carol ha escogido a Buenos Aires como escenario para cumplir con su propósito de aprender de sí misma y cultivar una vida no predecible.
La infancia de Carol transcurre en casa de la abuela, en Fontibón, municipio anexado a la capital desde la década de 1970. Se trata de una casa grande, de otro tiempo, con árboles frutales, alberca y huerto. Territorio propicio para correr, saltar, exterminar bichos, robar fresas y duraznos, levantar una casa de muñecas y bañarse con los primos a totumadas en el patio.
Cursa primaria y bachillerato en el colegio de monjas Teresita del Lisieux, donde padece su fama de ñoña. Hasta que los bríos de la adolescencia la extraen de su marasmo y la invitan a buscar la vida fuera de los libros y de los manuales. Inclinada por los hombres que la superan en edad y en experiencia, sostiene un noviazgo con el hermano de una amiga del colegio y administrador de un bar. Carol ignora que su primer amor era también el primero de otra chica de grado once. Recibe notas anónimas e intimidantes, recados de una inesperada golpiza, pero enseguida advierte que abundan las siervas de Dios que rezan para empatar, que amenazan cuando se saben amenazadas.
Tras su bautizo de fuego, el vuelo de Carol cobra alas. Con sus amigas de grado once contratan un servicio de transporte para escapar en las noches a los bares de La Candelaria o de la Zona T.
La abuela y la tía han conciliado el sueño, la madre está de viaje y el padre trabaja en Venezuela. ¡Cuánta libertad! Carol apiña almohadas para que duerman en su lugar. Atraviesa la casa amparada en el ladrido distante de los perros callejeros. Gira la llave y con la precisión de un ladrón de joyas ajusta la puerta. Avanza unas calles y se sienta en la esquina acordada, a esperar el carruaje que Cenicienta no se pudo costear.
Hasta que una noche, su tía recibe una llamada de su hermana anunciando que regresará de Medellín antes de lo previsto. La tía se alista para salir al aeropuerto, y al abrir la puerta se topa con su sobrina.
Un año más tarde, Carol ingresa a la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Estudia Comunicación Social, se enamora de un joven de su edad y ya no sale de casa a hurtadillas. Pero el mundo conspira a veces en contra de las vidas y las novelas ejemplares. Promediando la carrera, advierte que no está lista para casarse, para salir de una casa y encerrarse en otra. Termina su relación, centra su interés en culminar la carrera y hace sus primeros trabajos como freelance para la revista Credencial. Luego pasa a trabajar con las agencias Euro, IMS y Guiomar Jaramillo Comunicaciones, donde alimenta la idea de viajar al exterior a continuar sus estudios.
Elige como destino Buenos Aires, donde en la actualidad cursa un postgrado en MBA en Entretenimiento y Medios. Para ella ha resultado ser una ciudad con el encanto de lo imperfecto, pues al tiempo que ofrece al viajero una amplia agenda de cultura y esparcimiento, no oculta ni expulsa a quienes protestan y marchan contra el abandono y el olvido. Esas dos ciudades, de un modo u otro conviven, se diría que casi se complementan.
A pesar de extrañar su familia, lugares de Bogotá, comidas típicas, la abundancia de las monedas, ascensores con puertas automáticas y el esmero en la atención al cliente, Carol ha escogido a Buenos Aires como escenario para cumplir con su propósito de aprender de sí misma y cultivar una vida no predecible.