sábado, septiembre 06, 2008

Santiago Franco


Desde lo alto de la torre de un tobogán, es probable que un adulto (si logra acomodarse) no perciba nada interesante, pero para un niño de seis años puede tratarse del mástil de una embarcación que le permite avistar la tierra prometida. Este era el caso de Santiago, para quien el Edén se figuraba en una niña de primer año a la que él miraba embelesado desde las alturas, hasta que sonaba la campana para volver a clases y él se precipitaba por el tubo de emergencia para seguirla. Esto pasaba en la Escuela Normal de Luján, la misma en la que su abuelo se había recibido como profesor de castellano. Un día bajó del mástil y se sentó junto a Nina, el fruto prohibido. Ella le niega el préstamo de un borrador y él se desenamora.

Hasta entonces, las escuelas normales gozaban de prestigio en Argentina y su carácter público las hacía asequibles. Pero cuando Santiago llegó a la problemática adolescencia, el nivel había bajado bastante, y su madre ya advertía en él una tendencia a la “mala junta”, motivo por el decide matricularlo en el colegio de los Hermanos Maristas, cuya educación en la fe auguraba un altísimo nivel académico. Allí recibiría otro flechazo: una petisa con culito de hormiga a la que él deseó en la soledad de su cuarto. El joven Werther de Luján volvió a guardar silencio. Como era de esperarse en un chico de su edad, cobraba valor sólo en pandilla. Poco antes de culminar la secundaria, tomó la decisión y presentó "sus credenciales a su risa/ y ella le clavó una lanza en el costado". Años más tarde supo por boca de su mejor amigo, quien para entonces era novio de la petisa culona, que ella hubiera querido darle a Santi el sí, pero en ese momento no tenía corazón para nadie; se lo había arrebatado el primer amor.

A Santiago, más conocido como Paco en esta esquina del mundo, no sólo lo han marcado las mujeres, también los libros. En sus años de silente y feroz adolescencia, detestaba la lectura. Se había filtrado entre sus contemporáneos la idea de que leer a la luz de una lámpara agudizaba el acné, y si se hacía a plena luz del día, corrías el peligro de que te llamaran nerd. El prejuicio se quebró el día en que llegó a sus manos Utopía de Tomás Moro. Santiago se llenó de esperanza, al punto de convencerse de que debía escribir un libro para salvar el mundo.

Comenzó a leer a Platón, a Marx, a Rousseau, a Hobbes. Al finalizar su discreto bachillerato decide inscribirse en la carrera de Historia en la Universidad de Luján, donde lo aguardaba una gran sorpresa: Nina, a quien avistaba desde lo más alto de su embarcación sin velas, la misma que le negó un borrador y el primer beso, también se había matriculado para Historia y sería de nuevo su compañera de curso. Ella le confesó haber conservado un cuaderno de la infancia en el que ningún compañerito de la escuela salía bien librado, excepto él: “Santi es un buen amigo”, escribió en ese entonces. De nuevo era tarde, volvía a llegar a destiempo a una cita con el amor.

Aunque le iba bien en historia, pronto se hastía de “la carcoma de la vida cotidiana”, por lo que se interna aún más en la lectura, hasta toparse con Más allá del bien y del mal. Nietzsche consigue trastornar su ingenuidad, arrancarle la esperanza. Santiago comprende que sabe muy poco y que si se queda en Luján, con los años sabrá menos. Decide trasladarse a Buenos Aires y estudiar filosofía. Pero la madre teme que su hijo se convierta en una versión lujanense y cínica de Diógenes. Lo convence de que estudie algo que le dé para vivir. Una combinación aparentemente perfecta era la política, pero el prefería un ambiente creativo, estético, y en el que, al mismo tiempo, tuviera acceso a las mayores obscenidades del mundo capitalista. Opta por la carrera de publicidad.

Su primera lección se la da la propia ciudad. Buenos Aires no es lo que aparenta ser, no es tan grande, tan magnífica como aparece en sus imágenes. No hay refugio para un espíritu compungido. No se puede dormir a pierna suelta, como a él le gusta. Pero a falta de refugios de arena, ha encontrado confidentes, posibilidades de crecer, como dicen que crecen las personas cuerdas.


Y si bien él se inclina por el ejercicio de la locura, sabe que esta llega sin avisar, sin necesidad de apresurarla. Ha preferido, entre tanto, cultivar el sueño que le regaló Tomás Moro: la búsqueda de un mundo propio.

Cecilia Aguirre


Como las aves o los pueblos nómadas, Cecilia está acostumbrada a migrar. Cursó la primaria en Monteagudo, después hizo la secundaria en San Ignacio y recaló en Posadas para cursar su Licenciatura en Genética. Tras cinco años de práctica y uno encerrada en su estudio, culminó su tesis intitulada: “Interacciones de la fosfatasa de tirosina PTP-1B en la señalización celular”. Qué estudio más pertinente, mascullan los profanos, bajando la mirada, mientras que los doctos reconocen el esfuerzo de esta joven científica y le otorgan una beca para cursar en Buenos Aires el Doctorado en Genética. Ese es el motivo de su presencia en esta esquina de la metrópoli.

Además del cultivo de la ciencia, a Cecilia le gusta tocar el órgano (en su primera acepción, se entiende), pintar paisajes con flamencos, ir al boliche, leer novelas y “telenoveliar”. En cuestión de lecturas, también es una migrante. Luego de leer El cuaderno de Noah de Nicholas Sparks y un clásico best-seller, Papillón de Henry Charrière, ahora deambula por las páginas de El Alquimista, de Coelho. Tres posibles indicios de que el dogmatismo científico aún no la ha contaminado.

Natural de Misiones, lo que más le gusta a Cecilia de la capital es que siempre hay algo para hacer: cine, teatro, comidas, boliches y más boliches, así como diversos espectáculos. Y últimamente ha descubierto que los billares también guardan cierto encanto. Pero al mismo tiempo, la cercanía de la muchedumbre hace que en ella crezca el bicho de la soledad, de la nostalgia por los ratos en familia y las caminatas por la costanera de Posadas, acariciada por el Paraná.

Su paso por Buenos Aires está vinculado a una revelación. Desde muy niña vivió convencida de que sería médico, hasta que un día en la secundaria, durante el descanso, comenzó a desvariar. Una compañera lo atribuyó al kumis escolar, otra, a una sobredosis de mate. Pensar en drogas o alcohol resultaba un juicio temerario.

Cuando la llevaron a la enfermería, Cecilia narró su historia: había visto cadenas flotantes que iban agrupándose hasta transformarse en una hélice. Al carecer de una opinión profesional, la Coordinadora aventuró un pronóstico: "Esta chica está obsesionada con la aviación". El Rector se reservó sus comentarios, pero dictó instrucciones: "Es mejor mantenerla vigilada, por si acaso”.

Tiempo después, cuando la Coordinadora renunció a corroborar su tesis, Cecilia le contó lo sucedido a su profesor de biología, quien le aclaró que lo que ella había visto era una cadena de ADN, la clave principal del desarrollo y funcionamiento de todos los organismos vivos. Entonces decide abandonar la idea de prolongar la vida por la de comprender su arquitectura y sus secretos.

Actualmente es la lectura que Cecilia realiza en Buenos Aires, y parece estar dispuesta a dedicarle mucho tiempo. Digamos, una vida.