lunes, mayo 18, 2009

Miguel Ochoa


Nace en 1982, en Coatzacoalcos, provincia de Veracruz, lugar de confrontación entre olmecas y mexicas que fue posteriormente pacificado por los ejércitos de Cortés tras la caída de la imponente Tenochtitlán, en 1521. Los españoles refundaron el pueblo con el nombre de Villa del Espíritu Santo, y por decreto, en 1900, pasó a llamarse Puerto México. En la década del 30, cuando en México se desprecia cuanto huela a gachupín y nacionalista, la ciudad recobra su vocablo náhuatl.

La familia de Migue la componen sus padres, su hermana gemela y dos hermanas menores. El nacimiento de los gemelos fue una demostración más de que el mundo no sería mundo sin su oposición de fuerzas. Con el nacimiento de la niña, las sonrisas; con la del niño, una lágrima. Las primeras palabras de la hija fueron mamá y papá; las del hijo, mujer y cerveza.

La primaria la hizo en su pueblo natal en el Instituto Lasalle, donde continuaron las preocupaciones sobre su carácter. Migue no jugaba a la pelota, no jugaba beisbol y andaba en pandilla sólo si se trataba de niñas. En vez de karate o natación, tomaba clases de folklore. Aprendió La guacamaya, el Jarabe tapatío, La danza de la bruja, en la que las mujeres se colocan un vaso de agua en la cabeza mientras con sus manos extienden sus faldones y zapatean trazando pequeños giros. Entre tanto, los hombres, vestidos de pantalón blanco, con guayabera y sombrero de paja, bailan en torno a ellas, cortejándolas. El niño Ochoa era el único galán del salón de danzas. Los demás se dedicaban a cazar pájaros o a imitar a Hugo Sánchez.

Tampoco le interesaba holgazanear en las esquinas o los juegos de calle. Prefería quedarse en la finca ayudando a ordeñar vacas, sembrar maíz, recoger leña, cepillar los caballos. Gran parte del tiempo la pasaba con la mamá y sus amigas, escuchando lo que se escucha hace miles de años: la fascinación y el coraje que provocan los hombres. Ellas le enseñaron todo lo que un mero macho se negaría a aprender: tarjetería española, tejido con dos agujas y en máquina coser. Y cuando llegaban las vacaciones, Migue se encabronaba, porque viajar con los padres era cambiar de habitación y de televisor. “¿Oye, papá, por qué no salimos a conocer el pueblo? Ándale, no seas malito.” “Ahora no, que van a jugar Los Pumas”.

Los primeros años del bachillerato los cursó en diversas escuelas, donde dejó huella, o mejor sería decir, mancha. Les gastaba bromas a los profesores, a la menor oportunidad se iba de pinta, robaba tortas de jamón y gaseosas de la cafetería y encerraba a sus novias en los baños. Un día besó a la fuerza a una estudiante y lo obligaron a disculparse en público y reparar la ofensa con flores y chocolates. La chica lo disculpó, y Migue, en agradecimiento, la besó de nuevo frente al Director y su madre.

En las mañanas, además de las clases, padecía la especialidad en Ciencias Naturales, elegida para complacer a su padre, quien soñaba verlo convertido en veterinario. En las tardes asistía a clases de canto con la jazzista Elizabeth Meza y practicaba charrería, el arte de enlazar y dominar a la res. Algunas temporadas las dedicó a trabajar en una cafetería juvenil, cuyo baño siempre respetó, o aprendiendo sistemas e informática en un instituto que entregaba el cartón con el sellito Microsoft.

Culminada la secundaria, renacen las preocupaciones de los padres, esta vez porque su hijo se comportaba como cualquier otro adolescente. Primero dijo que estudiaría Diseño de Modas, luego insistió en Actuación, después insinuó Biología. Una y otra vez su padre lo mandó al carajo. “Te vas a morir de hambre”, le dijo. A lo que Miguel respondió con una chicuelina: “Entonces voy a estudiar cocina, así no me muero de hambre”. Su padre aceptó.
Ingresó al Instituto Culinario de Xalapa, dizque a cursar gastronomía. Pero a escondidas estudiaba actuación y danza en la Universidad Veracruzana, carrera que no terminó. Al mismo tiempo trabajaba en un restaurante italiano y en la Compañía de Danzas del Estado de Veracruz. Estaba seguro de que lo suyo era la danza, la actuación, y con la culinaria financiaría su sueño. Decide abrir un restaurante de cocina internacional en su ciudad natal, pero en cuestión de comida los coatzacoalqueños prefieren el color local. Tuvo que cerrar, rematar los muebles y mudarse de ciudad.

Durante tres años la vida sigue con sus acostumbrados sobresaltos. Ir de una ciudad a otra, cocinar, improvisar, putear de dientes para adentro porque el dinero no alcanza. Dedicar las noches a una vida en pareja, a los night club con pista de arena, a compañías y licores extraños. Pero quien duerme a su lado también tiene sueños, quizá más elevados, distintos. Su orfandad de pechos y pubis en flor lo convierte en un hombre torpe. El trabajo no anda, la comida no sabe, el corazón extraña a rabiar. Deja México, tratando de darle vuelta a la página.

Así llega a Buenos Aires, una ciudad distinta a las que acostumbraba frecuentar. Una ciudad donde las exclusiones no se advierten de inmediato, aunque las hay. La mayoría de gente que ha conocido le parece amable. Pero hay cosas que no se explica, como la costumbre de tomar mate en verano, celebrar el Día de la Madre en octubre, cenar a manteles a las 11 pm, soportar los retrasos del subte, los colectivos, la agonía frente a las cajas de los supermercados.

No obstante, ha llegado a esta ciudad para huir de una vida que no lo colmaba. Estudia dirección y realización de cine, aunque las dificultades económicas, que no saben de fronteras, lo han forzado a abandonarla por un tiempo. Quiere especializarse como productor, abrir su propia empresa artística, vivir de sus padres hasta que sean relevados por sus hijos y conquistar el corazón de Angelina Jolie. Quizá, en el intento, la vida se parezca a la que Migue siempre ha deseado vivir.

martes, mayo 12, 2009

Carol Cifuentes


Nace en Bogotá, en 1984, año en que por primera vez un ciclista colombiano, Lucho Herrera, conquista Alpe d’Huez en el Tour de Francia y los carteles de la droga asesinan al ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla.

La infancia de Carol transcurre en casa de la abuela, en Fontibón, municipio anexado a la capital desde la década de 1970. Se trata de una casa grande, de otro tiempo, con árboles frutales, alberca y huerto. Territorio propicio para correr, saltar, exterminar bichos, robar fresas y duraznos, levantar una casa de muñecas y bañarse con los primos a totumadas en el patio.

Cursa primaria y bachillerato en el colegio de monjas Teresita del Lisieux, donde padece su fama de ñoña. Hasta que los bríos de la adolescencia la extraen de su marasmo y la invitan a buscar la vida fuera de los libros y de los manuales. Inclinada por los hombres que la superan en edad y en experiencia, sostiene un noviazgo con el hermano de una amiga del colegio y administrador de un bar. Carol ignora que su primer amor era también el primero de otra chica de grado once. Recibe notas anónimas e intimidantes, recados de una inesperada golpiza, pero enseguida advierte que abundan las siervas de Dios que rezan para empatar, que amenazan cuando se saben amenazadas.

Tras su bautizo de fuego, el vuelo de Carol cobra alas. Con sus amigas de grado once contratan un servicio de transporte para escapar en las noches a los bares de La Candelaria o de la Zona T.

La abuela y la tía han conciliado el sueño, la madre está de viaje y el padre trabaja en Venezuela. ¡Cuánta libertad! Carol apiña almohadas para que duerman en su lugar. Atraviesa la casa amparada en el ladrido distante de los perros callejeros. Gira la llave y con la precisión de un ladrón de joyas ajusta la puerta. Avanza unas calles y se sienta en la esquina acordada, a esperar el carruaje que Cenicienta no se pudo costear.

Hasta que una noche, su tía recibe una llamada de su hermana anunciando que regresará de Medellín antes de lo previsto. La tía se alista para salir al aeropuerto, y al abrir la puerta se topa con su sobrina.

Un año más tarde, Carol ingresa a la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Estudia Comunicación Social, se enamora de un joven de su edad y ya no sale de casa a hurtadillas. Pero el mundo conspira a veces en contra de las vidas y las novelas ejemplares. Promediando la carrera, advierte que no está lista para casarse, para salir de una casa y encerrarse en otra. Termina su relación, centra su interés en culminar la carrera y hace sus primeros trabajos como freelance para la revista Credencial. Luego pasa a trabajar con las agencias Euro, IMS y Guiomar Jaramillo Comunicaciones, donde alimenta la idea de viajar al exterior a continuar sus estudios.

Elige como destino Buenos Aires, donde en la actualidad cursa un postgrado en MBA en Entretenimiento y Medios. Para ella ha resultado ser una ciudad con el encanto de lo imperfecto, pues al tiempo que ofrece al viajero una amplia agenda de cultura y esparcimiento, no oculta ni expulsa a quienes protestan y marchan contra el abandono y el olvido. Esas dos ciudades, de un modo u otro conviven, se diría que casi se complementan.

A pesar de extrañar su familia, lugares de Bogotá, comidas típicas, la abundancia de las monedas, ascensores con puertas automáticas y el esmero en la atención al cliente, Carol ha escogido a Buenos Aires como escenario para cumplir con su propósito de aprender de sí misma y cultivar una vida no predecible.

Giovanni Tovar



Se había prometido no regresar a Buenos Aires en mucho tiempo, decepcionado por su primer encuentro con la ciudad porteña. No quiso el regreso, como Gardel. Pero el impulso de culminar su Maestría lo llevó a emprender una nueva experiencia por las mismas calles, con los mismos amigos, viajando por la misma línea de subte, escuchando a los mismos profes y padeciendo, como antes, el modelo dieciochesco de las llaves al intentar abrir una puerta.

Nació en Purificación, Tolima, en 1974, año en que el grupo guerrillero M19 le propina al Establecimiento un golpe moral al robar de la Quinta de Bolívar la espada del Libertador y comienza,tras aquella componenda de 16 años entre conservadores y liberales llamada Frente Nacional,la presidencia de Alfonso López Michelsen.

Durante sus primeros años, al menos media docena de escuelas le vieron desfilar. Hasta que el padre, en su condición de profesor destacado, solicitó al Rector de la escuela Pardo León un cupo escolar para su hijo. El niño es aceptado con conducta condicional. Sus compañeros eran hijos de prostitutas y ladrones que se ganaban el pan llenando volquetas con tierra del río Combeima o robando en las calles de Ibagué. Para envidia de algunos de ellos, su padre era el profesor del curso. Pero antes que afectuoso, se mostraba estricto con Gio: lo obligaba a presentar exámenes orales de todas las materias, además de someterlo a la evaluación de sus compañeros que le guardaban poco aprecio, al no considerarlo uno de ellos.

El bachillerato lo cursó en el Germán Pardo García, colegio público del centro de Ibagué integrado en su mayoría por hijos de profesores. Durante años fue el mejor de su clase, pero al llegar a décimo grado lo expulsaron. La docente de Idiomas vivía molesta con él porque, pese al pobre rendimiento en su clase, Giovanni seguía siendo un alumno destacado en el plantel.

“Hay estudiantes, dijo frente a toda la clase, como el Sr Tovar que se sacan seis a todo momento, y sin embargo los consideran unas lumbreras. Mañana lo espero para que presente examen oral de inglés.”

Oral e inglés, la anulación de su capacidad. En efecto, la profesora lo corchó, y en aras de la vieja pedagogía de hierro, quiso rematarlo: “Usted es de lo peor, Tovar. Ojalá no tuviera que volverlo a ver en mis clases”. A lo que él respondió con un resquemor guardado por años: “Pues para que no me vuelva a ver, al terminar las clases yo la mando a matar”. De la amenaza, pasó a las disculpas en público, pero no fue absuelto.

Al año siguiente es recibido con matrícula condicional en el José Celestino Mutis, de nuevo gracias a las gestiones de su padre. El hijo calavera vive un déjà vu. Gio sacaba las peores notas en Química, pero como se conmutaban con los dieces que sacaba con su papá en Física, su nota bimestral era de seis. La docente a cargo hizo manifiesta esta aparente anomalía, pero nunca logró probar nada. De manera que tuvieron que promover al estudiante a grado once. Sin embargo, el Rector manifestó que Giovanni no podía seguir en la institución: se mantenía la sospechaba de que el padre le ayudaba a sacar dieces, lo cual, sabemos perfectamente ahora, no era cierto.

El padre vuelve a intervenir. Su reputación como uno de los mejores docentes del Tolima le granjea a su hijo un cupo en el colegio San Simón, considerado por ese entonces el mejor del departamento. Giovanni consigue llegar a noviembre sin un solo llamado de atención.

Dado su bajo puntaje en las pruebas de Estado, Giovanni empezó a estudiar Topografía en la Universidad del Tolima. Le tomó dos años darse cuenta que no era lo suyo. Presenta nuevamente el examen del ICFES y compra los formularios de cuanta universidad pública se le cruza por los ojos. Pasa seis meses de ciudad en ciudad, presentando exámenes de ingreso, anotándose en carreras que despiertan su interés e insinúan dinero y prestigio.

Tiempo después recibe una llamada de la Universidad de Caldas para confirmarle que ha sido aceptado. “¿Yo me presenté allá?”, le preguntó a la madre, quien había atendido el teléfono. “Si mijo no sabe, ¿quién?”, respondió ella.

Con un examen perfecto en Matemáticas podía elegir la carrera que quisiera. Estaba decidido a hacer una ingeniería, pero en la U de Caldas no había mucho de dónde escoger: o Ingeniería Agrónoma, o Ingeniería Agrónoma. Pudo elegir medicina, pero no le interesó. Sea como fuere, el destino por fin le sonreía, aunque con ironía: durante la carrera debía ver siete químicas, ninguna conmutable.

Sin embargo, los primeros cinco semestres fueron para Giovanni unas largas y ,a su juicio, merecidas vacaciones, al cabo de las cuales llegaron las materias básicas, las más divertidas : fisiología vegetal, de cultivo, cultivos de climas cálidos y fríos. Y las salidas de campo, el desespero, la alopecia. Aunque, para entonces, las células recesivas ya la llevaban bastante adelantada.

Al culminar sus estudios, se propuso hacer la tesis más corta del mundo. Destinaría dos páginas a la introducción, una a la ecuación principal y dos más para las conclusiones. Un profesor lo secundó en su revolucionaria tarea, pero se trataba de un tema ignoto en ingeniería, los encuentros eran esporádicos y al poco tiempo su tutor se trasladó a Medellín.

No obstante, el ideólogo le propuso seguir orientándolo a distancia. Gio le envió los libros, pero nunca supo si el profesor los recibió. Si fue arrestado y procesado por sedición académica. O si se murió de viejo echando tinto en el Parque Berrío. El ingeniero en ciernes tuvo que conformarse con redactar una tesis corriente, equivalente a cinco ejemplares de la tesis más breve aprobada hasta entonces en la Universidad de Caldas, que constaba de 15 páginas.
Tiempo después se traslada a Cali para trabajar en el Fondo Mundial para la Naturaleza. Las noches y los días los dedicaba a graficar y analizar mapas. Salía a las 6 am, a cambiarse de ropa y desayunar, y volvía a las 8 con los demás empleados. Así durante cinco años, porque también pasó en TNC, Fao Holanda y otras ONGs por las que transitó.

Pero las noches de sábado siempre han sido para él: restaurantes, discos, nenas, velocidad.

Por desgracia, no ocurre lo mismo en Buenos Aires, ciudad en la que, dice Gio, la gente vive enjaulada. Demasiados rostros, demasiadas pisadas para tan pocas zonas verdes. El ritmo de la ciudad porteña le parece demencial, incluso en su inagotable propuesta cultural y de entretenimiento.

Pero volvió y sigue volviendo a la ciudad de Gardel, del Tango, las llaves dieciochescas y las Madres de Mayo. Con todo, esta ciudad ofrece un faro para quien desea dedicarse al estudio de los recursos naturales. Para Gio es una luz próxima.