lunes, julio 19, 2010

See ya, Bs.As.

El 12 de diciembre partí de Buenos Aires con destino a Tabogo, en Colombia. Me proponía, como cientos de miles de inmigrantes de la América No Caucásica, visitar mi hogar para las fiestas de fin de año. Por primera vez viajé en bus de dos pisos, cerrado herméticamente para aislar a los pasajeros de los cambios climáticos y de los vendedores de carretera.

Me tocó compartir silla con un chileno de unos 50 años que iba para Santiago y cuyo espíritu correspondía a un niño de cinco: ladeaba el cuerpo para ver por la ventana, luego para el otro lado, alzando la mirada, pendiente del azafato. Cuando empezaba a conciliar el sueño, me dio un golpe leve en el brazo y dijo: “Dame permiso un cachito”. Luego de vuelta con un vaso de agua, para importunar más adelante con otra ida al baño. Odié haber elegido pasillo en vez de ventana.
A la noche, llegamos sin novedad a San Luis, en la provincia del mismo nombre, cuna de Juan Gilberto Funes (uno de los responsables del primer título de Copa Libertadores de las Gallinas y aún llorado por algunos hinchas de la otra gallina, la de azul) y de Antonio Esteban Agüero, una de las voces más destacadas de la poesía argentina del siglo XX:

“[…] Tengo un millón de caballos
¿Escucháis su relincho?
Que rodean la urbe por sus cuatro costados,
sus jinetes son muertos de Facundo,
son muertos de Ramírez,
montoneros del Chacho
sableadores de Pringles,
domadores,
remeseros,
rastreadores,
guitarreros,
espectrales jinetes que cabalgan
mi millón de caballos”.

Camino a Mendoza, una de las ruedas traseras estalló. Los conductores no se habían percatado del daño, hasta que una mujer, aterrorizada, gritó lo evidente: “¡Huele a quemado!” Conductores y algunos pasajeros empezaron a buscar bloques de ladrillo, piedras y tacos de madera para levantar el gato hidráulico, retirar el neumático y cambiarlo. Incluso recibimos la ayuda de otros buses que se detuvieron para saber qué pasaba. La operación tardó cerca de una hora. Ante el retraso, y queriendo evitar comentarios malintencionados, el azafato se apresuró a decir: “Estaremos llegando a Santiago entre 1 y 2 p.m.”
- Entre 1 y 4 p.m.- deslizó uno de los pasajeros, lo que provocó la risa general.

El camino a Mendoza no se parece en nada al sendero de los penitentes, pero su recta interminable, monótona, lo hace insufrible. Sin embargo, los senderos de altos árboles, a cada lado del camino, me recordaron estampas de la sabana de mi Tabogo, hoy destruida para levantar zonas comerciales libres de impuestos y así atraer al inversor extranjero con sus capitales golondrina.

Más adelante, el paisaje de Mendoza cambia: se aprecia a lo lejos el perfil de la cordillera, con vetas de nieve sobre los picos de las montañas, como si fuesen glaseadas. A lado y lado, tierras áridas, pocas señas de civilización. Cada dos o tres kilómetros se advierte una casa o un aviso de cursos de rafting, seguido de una señal de precaución.

Eran las 9:00 a.m. cuando dejamos Mendoza y comenzó la cuenta regresiva hacia la frontera. Atrás quedan las rectas, la carretera conoce las curvas, el tramo se vuelve dinámico. Pero cuando pasas por los desfiladeros y alcanzas a ver al fondo del precipicio un viejo puente de hierro por donde pasaba algún tren, y al lado una cinta de agua que corresponde al río Mendoza, maldices haber maldecido la uniformidad del terreno plano.

Rogando a Dios o al diablo, el bus llega a Punta de Vacas, un pequeño poblado con antena microondas y sede de la Gendarmería Nacional. A un lado de la vía hay un parqueadero para camiones y doble troques y más adelante, dos restaurantes y un hotel. Los vehículos allí parqueados sugerían la presencia de turistas, pero por la sensación de abandono que lo envolvía, perfectamente podía tratarse del hotel de “El Resplandor”.

En seguida advertí un destacamento del ejército argentino y junto a la entrada un soldado que nos vio pasar, indiferente. Otra curva y ahora, a contramano, la primera seña de una nación, que para estos viajeros era la última: “Bienvenidos a la República Argentina”.

Tres o cuatro kilómetros más adelante, tras atravesar un túnel, el bus pasa por el Cerro Cristo Redentor. Cerca a él se dibujan algunas casas, una tienda (¿o se tratará de un kiosco?) y un par de carros. Ignoro si esto ya es Chile o aún es Argentina. La respuesta está unos metros adelante: “Peaje $8”. Todavía era tierra de gauchos, o mejor, de huarpes, pueblo indígena que dominó en lo que hoy es Mendoza, San Luis y San Juan, e incluso se habla de que también se asentaron en el norte de Neuquén.

Tras pasar el peaje, se observa un aviso que anuncia la primera población chilena, Guardia Vieja, a 47 Kilómetros de distancia. Después ingresamos a otro túnel que me pareció interminable. Al salir, me pregunté si aún estábamos bajo cielo argentino. Miro a través del panorámico del bus y el aviso gigante de “Bienvenidos a Chile” me indica que estábamos al otro lado de la cordillera.

Cerré los ojos, tratando de percibir el aparente cambio de país y bandera, el improbable vestigio de un viento proveniente del Pacífico. Entonces el azafato anunció que en unos minutos llegaríamos al Complejo Fronterizo Los Libertadores, donde serían sellados nuestros pasaportes y revisado nuestro equipaje. Meticulosamente, como se verá.