"yo que todo lo prostituí, aún puedo
prostituir mi muerte y hacer
de mi cadáver el último poema."
Leopoldo María Panero.
“Me Moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”.
La
frase, robada a Vallejo, comenzó a oírse tímida, ociosa, como una manera de
desentumir los huesos y arrancar temporada, pero con el pasar de los días cobró
resolución y algo de sorna. Genaro la pronunciaba antes de entrar al camerino
improvisado con canastas de gaseosas, butacas cojas y un viejo carrito de
algodón dulce. Guardaba su ropa y efectos personales en un baúl gigante ébano,
dentro del cual, décadas atrás, desaparecían hermosas y sonrientes asistentes.
- El donante se
hacía llamar Fabriani o Fabiani, ya no me acuerdo. No era un buen mago, pero era buena
gente. En eso consistía su magia.
En
su camerino había dispuesto una mesa de noche donde guardaba instantáneas de
veinte años de piruetas temerarias y cartas de admiradoras escritas en servilletas
o esquelas improvisadas. Apoyado sobre una torre de canastas de gaseosa, había
colocado un espejo de pie roñoso, lánguido, decorado con deslucidas calcomanías
de piropos de buseta:
VAYA CON DIOS SUEGRA/ QUE YO VOY CON SU HIJA
SI SU HIJA SUFRE Y LLORA/ ES POR UN CHOFER, SEÑORA
Genaro
se quitaba la camiseta Harley Davidson, regalo un tal Jaromil Savage, otro
maestro de las acrobacias a motor, se lavaba axilas y rostro, se metía en su overol
con lentejuelas, probaba la resistencia de los arneses, ajustaba las correas del
casco azul petróleo con estrellas blancas de cinco puntas y se calzaba sus
guantes de cuero. Luego subía a su moto de acrobacias y saltaba por sobre una
pila de payasos.
- Cuando estaba
joven- me contó otro día que ordenaba sus recuerdos-, yo hacía piruetas dentro
de La Esfera de la muerte, hasta que una vez, en pleno acto, me destortillé.
A la semana siguiente anunciamos función, como si nada. Se vendieron todas las
entradas. La gente pensaba que iba a asistir a un velorio y se encontraron con
una sorpresa: con los muchachos de utilería improvisamos una rampa, y yo salté
por encima de la esfera. Viera cómo aplaudían.
A
medida que avanzaba la temporada y los espectadores iban disminuyendo, el verso
robado se tornó habitual y molesto. Ya no sólo antecedía sus intervenciones
acrobáticas bajo la gran carpa, también acompañaba sus noches de aguardiente e
insomnio. Presagiando una paliza al monótono recitador, decidí hacerle caer en
la cuenta de su muletilla.
- Tiene que ver con
mi hija, Berenice- confesó.
- ¿Cómo así don
Genaro?
- Dice que no vendrá.
Nunca. No quiere que conozca a mi nieta.
- ¿Y usted sabe
dónde vive?
- Creo que en Silvania
o Saravena. Da igual que sea en Chiclayo.
- Búsquela en Feis, don Genaro.
- Esto es serio,
muchacho. Hace un mes fui al médico, me dijo: “Sr. Ávila, suspenda los
brinquitos y las piruetas en moto. Usted
ya no está para esos trotes”. Saltos, doctor, yo realizo saltos, le aclaré. “Sabe
a qué me refiero”. Y entonces me entraron ganas de ripostarle y se me salió el
verso de Vallejo.
Sonrió,
moviendo la cabeza conquistada por la calvicie, la mirada clavada en el piso de
tierra.
- El caso es que se
me está acabando el tiempo y ella nada que me deja ver a la niña.
- Pues vuelva a
llamarla, insístale. Repítale lo que el médico le dijo.
- Siempre llama de cabinas telefónicas o
celulares en la calle, ningún número se repite. Cuando llamo y pregunto por
ella, me responden con un acento distinto, pero con las dos mismas piedras en
la mano.
Hace
dos noches, Genaro volvió del centro, de hacer diligencias. Me entregó el juego
de aros que le había encargado para mi acto de malabarismo, el único que había
aprendido a hacer en semáforos y plazoletas, mi puerta de acceso a este mundo
mágico que admiré de niño, a sus alegrías y miserias. Me extendió su cajita de
aguardiente. Bebí un trago. Agarró la cajita y se encerró en su camerino. Se
arregló para su número y se sentó a esperar el llamado del presentador. Aproveché
que había terminado mi intervención en la pista para preguntarle si había
noticias de su hija.
- Me llamó cuando
estaba almorzando. Dijo que iba a ver.
- A lo mejor quiere
darle la sorpresa.
- A lo mejor.
Se
incorporó de la silla, estiró las piernas y salió del camerino mascullando: “Me
moriré en París, y no me corro”.
Acaballado
en su moto salió a la pista, a matarle al público los gusanos. Pero los que se
murieron fueron los de él, acostumbrados al peligro, a las tripas magulladas.
El impulso en la rampa le permitió seguir de largo, bajarse de la moto y
caminar con dificultad al camerino. El presentador lo llamó para que recibiera
la ovación del público (cuatro gatos,
tres niños con una boleta y un par de familias), pero se negó con un ademán de
su mano.
Terminada
la función fui a felicitarlo. Lo encontré muerto, con la única foto que
conservaba de su hija sobre el piso de tierra: era en una feria de dumies, probablemente en Tabogo o
Medellín. Genaro rodeaba con el brazo a su hija adolescente, vivaz, con todo el
futuro por delante en la sonrisa de su rostro. De fondo, una torre Eiffel
inflable.
Por
orden de Plinky, encargado de las
tareas de administración, he recogido las cosas de Genaro y las he guardado en
una maleta mohosa y de cremalleras descocidas, comprada en tiempos de vacas
gordas, cuando viajar a Miami o Buenos Aires era toda una hazaña. Supiera don
Genaro que ir a París ya no es proeza. Aunque él lo intuyó y escribió en su
libreta de apuntes una paráfrasis al verso de Vallejo, con destino y día
elegidos para morir:
Me moriré en Marte, con arena entre los
dientes/ tal vez un miércoles, como el de hoy/ una miércoles.
Guardé
las cosas de menor valor comercial porque las otras las subastamos en las
funciones entre semana para reunir fondos y darle a Trilce de los Andes un entierro digno. Lo vestimos con su indumentaria
de acróbata y sus asistentes de número le retocaron el rostro para enlentecer,
inútilmente, los estragos de la muerte. Acomodamos el cuerpo sobre una de las
rampas cubierta con una sábana, en mitad de la carpa donde solían dormir los
animales.
- Se lo merece-
dijo Plinky- posando sus manos sobre
el ataúd. - Bocina, mi padre, estuvo
a punto de perder el circo. Genaro tenía tiquetes de avión, visa, una familia, todo
para largarse lejos y ganar en dólares. Prefirió quedarse y darle una mano a mi
viejo.
Había
oído mentar el nombre de Bocina, pero
ignoraba su gran amistad con don Genaro. También ignoraba que desde tiempos ya
olvidados, el circo lo administraban payasos. El circo, nuestro circo, se
parecía mucho al país.
El
dinero reunido alcanzó para poner a los pies del féretro una corona de claveles
y disponer de un libro de visitas a la entrada de la carpa. Hay manchas de carmín
en algunas de sus hojas y los niños vendedores de dulces en Panamá y Divino
Salvador han garabateado espirales, virutas de tinta a guisa de firma. Puedo
leer, en letra menuda, tímida, al final de una de las páginas, el nombre Berenice.
Debe de ser la hija de Genaro. ¿Habrá venido con su hija? ¿Se quedarán para el
entierro? Ojalá pueda ver, por un instante, desde lo más alto de la carpa, a su
nieta.
Mañana
le daremos el último adiós, don Genaro, Trilce
de los Andes. Será en lugar de la función vespertina. Buses a todos los
barrios.
Andrés Castellanos Melo
Junio de 2012